«El tranvía bajaba desde el Hipódromo bordeando el río de asfalto a la
una de la tarde. Apenas algunas personas caminaban con el paso del que va a
cumplir un encargo en silencio; no había grupos en los andenes y los cafés de
Recoletos y la calle de Alcalá aparecían desiertos; el asfalto como un espejo
reflejaba un cielo claro de primavera [...]. Siguió así el ambiente de la
ciudad todo ese mediodía. Mas, a la una de la tarde la ciudad salió de su
retiro; ya la calle de Alcalá iba llenándose de gentes que se juntaban en
pequeños grupos, iban y volvían, revoloteaban, miraban a un lado y a otro, a
ver si alguien llegaba, o si hacía su aparición. Y en vez de ir hacia la Puerta
del Sol, aquellos grupos, cada vez más numerosos, más cercanos a ser una
muchedumbre, bajaban hacia la Plaza de la Cibeles, la Diosa de Madrid, que
preside desde su carro; y se la veía más que nunca bañada de aquella luz por
momentos más intensa, más brillante, más azul. Otros grupos venían por
Recoletos y otros desde el Paseo del Prado, de los muelles de Atocha, y otros
descendían por la cuesta de Alcalá. En un instante, una especie de chispa
eléctrica sacudió a todos y arrojó a la calle a los que se apiñaban dentro de
los cafés. ¿Qué sucedía?, se corrió la voz, ¿de dónde, desde dónde venía la
noticia? Y en lugar de ir hacia arriba, al Centro, a la Puerta del Sol, se
apresuraban hacia la Cibeles. Eran las tres de la tarde. Y se vio a un hombre,
a un hombre solo que en la torre del Palacio de Comunicaciones izó la bandera
de la República, de aquella República. Y mágicamente comenzaron a desplegarse
en la calle; mágica, instantáneamente aparecieron grupos por todas las
bocacalles con banderas de todos los tamaños; seguían llegando, rodearon bien
pronto a la Cibeles como en una danza ritual, cantando; surgió incontenible el
grito una y mil veces repetido: “¡Viva la República!”, una extraña Banda de
Música de menos de una docena de instrumentos, salidos de algún profundo de la
ciudad como por ensalmo, dejó oír el Himno de Riego, como si lo estuviesen
inventando; no había habido ensayos, vinieron cada cual con su modesto
instrumento, y el himno salió concertado por una inspiración unánime, pues
todos lo cantaban, ¿quién se lo sabía, dónde lo habían aprendido? Como las
banderas, surgía mágicamente, porque sí».
(ZAMBRANO,
María. Delirio y destino: los veinte años
de una española. Madrid: Horas y horas, 2011, p. 250-251).
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