14 abr 2013

A las tres de la tarde de aquel 14 de abril


«El tranvía bajaba desde el Hipódromo bordeando el río de asfalto a la una de la tarde. Apenas algunas personas caminaban con el paso del que va a cumplir un encargo en silencio; no había grupos en los andenes y los cafés de Recoletos y la calle de Alcalá aparecían desiertos; el asfalto como un espejo reflejaba un cielo claro de primavera [...]. Siguió así el ambiente de la ciudad todo ese mediodía. Mas, a la una de la tarde la ciudad salió de su retiro; ya la calle de Alcalá iba llenándose de gentes que se juntaban en pequeños grupos, iban y volvían, revoloteaban, miraban a un lado y a otro, a ver si alguien llegaba, o si hacía su aparición. Y en vez de ir hacia la Puerta del Sol, aquellos grupos, cada vez más numerosos, más cercanos a ser una muchedumbre, bajaban hacia la Plaza de la Cibeles, la Diosa de Madrid, que preside desde su carro; y se la veía más que nunca bañada de aquella luz por momentos más intensa, más brillante, más azul. Otros grupos venían por Recoletos y otros desde el Paseo del Prado, de los muelles de Atocha, y otros descendían por la cuesta de Alcalá. En un instante, una especie de chispa eléctrica sacudió a todos y arrojó a la calle a los que se apiñaban dentro de los cafés. ¿Qué sucedía?, se corrió la voz, ¿de dónde, desde dónde venía la noticia? Y en lugar de ir hacia arriba, al Centro, a la Puerta del Sol, se apresuraban hacia la Cibeles. Eran las tres de la tarde. Y se vio a un hombre, a un hombre solo que en la torre del Palacio de Comunicaciones izó la bandera de la República, de aquella República. Y mágicamente comenzaron a desplegarse en la calle; mágica, instantáneamente aparecieron grupos por todas las bocacalles con banderas de todos los tamaños; seguían llegando, rodearon bien pronto a la Cibeles como en una danza ritual, cantando; surgió incontenible el grito una y mil veces repetido: “¡Viva la República!”, una extraña Banda de Música de menos de una docena de instrumentos, salidos de algún profundo de la ciudad como por ensalmo, dejó oír el Himno de Riego, como si lo estuviesen inventando; no había habido ensayos, vinieron cada cual con su modesto instrumento, y el himno salió concertado por una inspiración unánime, pues todos lo cantaban, ¿quién se lo sabía, dónde lo habían aprendido? Como las banderas, surgía mágicamente, porque sí».

(ZAMBRANO, María. Delirio y destino: los veinte años de una española. Madrid: Horas y horas, 2011, p. 250-251).


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