14 dic 2013

Exilio de una soledad anhelada

   «Estaba harto de esta vigilancia ininterrumpida de los vecinos, de los compañeros, de sus niños, de su amante, de su esposa. “¿Dónde estabas? ¿Dónde vas? ¿Por qué haces esto y no lo otro? Venga, ¡respóndeme! ¿Por qué no dices nada? ¿En qué piensas? ¿En qué piensas ahora mismo? Dímelo, ¡dímelo!”
   Un día se encerró a cal y canto. Aporrearon su puerta. Calló. Le miraron por la ventana. Le miraron por la ventana. Corrió las cortinas. Taladraron un agujero en la puerta, y vio un ojo que lo observaba.
   Al día siguiente, a las cinco de la mañana, se puso un sombrero, cogió algunos libros y un paraguas. Después de caminar treinta y tres horas, se instaló en un paisaje vacío y amplio, donde no había nadie. Decidió quedarse allí para siempre. Primero pensó ocupar su tiempo con los libros. Pero estar solo era una felicidad tan perfecta que quiso disfrutarla en estado puro. No hizo, pues, nada, salvo, de vez en cuando, tomar un sorbo de café de una taza que, milagrosamente, se colmaba sola.
   Por desgracia un pintor lo descubrió. Después de observarlo mucho tiempo con su telescopio, lo dibujó. A traición, pérfidamente, como un asesino. ¡Que mueran los pintores que se prestan al juego sucio de los fotógrafos! ¡Que sean empalados y capados los que violan el refugio donde se ha exiliado una soledad!
   Imploro a quienes hallaren este cuadro indiscreto que lo destruyan de inmediato. ¡Pues es preciso impedir, al precio que sea, que él lo vea! Si lo reconoce, su felicidad se derrumbará y no sé, ciertamente no sé, qué será de él».



(KUNDERA, Milan y BUCHHOLZ, Quint. El libro de los libros: historias de imágenes. Madrid: Lumen, 1998, p. 92-93).

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