5 may 2017

Mudanza

«La mayor parte del mobiliario, las piezas más pesadas, ya las habían subido los mozos. Ahora sólo se llevaban cosas pequeñas hacia arriba. Me quedé de pie en la puerta para poder admirarlo todo. Tus cosas eran muy especiales, tanto que nunca antes había visto nada igual: había fetiches indios, esculturas italianas, grandes y deslumbrantes cuadros. Finalmente vinieron los libros, tantos y tan bonitos que nunca hubiera imaginado que pudieran existir. Los iban apilando en la puerta, los cogía el mayordomo, uno por uno, y les quitaba el polvo con cuidado. Me acerqué sigilosamente para contemplar cómo iba creciendo la pila. Tu criado no me echó, pero tampoco me animó a quedarme allí. No me atreví a tocar nada, aunque me hubiese gustado acariciar el suave cuero de algunas cubiertas. Miré alguno de los títulos tímidamente: algunos eran ingleses o franceses, y otros en idiomas que no entendía. Creo que los hubiese podido estar mirando durante horas, pero mi madre me llamó.
   En toda la noche no pude pensar sino en ti, aun antes de conocerte. Yo sólo tenía una docena de libros baratos, encuadernados con cartones rotos, y los quería más que a nada en el mundo, los leía una y otra vez. Y ahora me asediaba la pregunta de cómo sería el hombre que poseía y había leído tantos y tan maravillosos libros. Tenía que ser un hombre muy rico y culto para dominar tantos idiomas. Se me despertaba una especie de etérea veneración al pensar en todos esos libros. Traté de imaginarte: eras un señor con gafas y una larga barba blanca, parecido a mi profesor de geografía, sólo que más benévolo, más guapo y más cortés. No sé por qué estaba tan convencida de que tenías que ser guapo, aún creyéndote un hombre mayor. Esa misma noche, y aún sin conocerte, soñé por primera vez contigo».


(ZWEIG, Stefan. Carta de una desconocida. 15ª ed. Barcelona: Acantilado, 2002, p. 12-13).

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